Todo cambia, siempre

Cambiar demanda lucidez, esfuerzo y, sobre todo, determinación para enfrentar problemas nuevos. La realidad es que la inercia nos tiene tomados. 

¿Manejamos el negocio o el negocio nos maneja? ¿Manejamos conscientemente nuestra vida o nos maneja el subconsciente? ¿Desdoblamos la estrategia diseñada o se desdobla la espontánea; la que ni siquiera podemos podemos articular?

La gestión del negocio, y la de uno mismo, parece ser cada vez más impredecible y volátil. El relajo de los aranceles de Trump, y sus múltiples vertientes, son un ejemplo de la importancia de tener un mindset flexible, adaptativo y abierto a las oportunidades.

La velocidad del tiempo se aceleró. Los cambios son vertiginosos y la información es más inmediata; la influencia de entornos remotos es cada vez más cercana.

En cualquier entidad existe una energía invisible, pero aplastante: la inercia. La inercia es como un elefante corriendo a toda velocidad y que, una vez tomando vuelo, es muy difícil pararlo y reorientarlo.

Cada cambio causa un dispendio de energía adicional, al tiempo que la rutina es un factor de eficiencia. Acostumbrarse a tener los mismos problemas y responder frente a ellos de la misma manera, es un frenón contra el cambio en función de que la entidad se organiza para anclarse justamente alrededor de ellos.

Entonces se establece un patrón que genera una ilusión de solución y que paradójicamente persigue la familiaridad a toda costa.

Conviene recordar que los sistemas tienen un "ancho de banda de cambio", es decir, una capacidad finita y con fronteras para absorber y desplegar determinado grado de cambio.

Si la presión de cambio se desborda, se genera una disfuncionalidad del sistema. Por eso los cambios tienen que gestionarse frente a ese ancho de banda y tomar en cuenta los sutiles momentos de anticipación, holgura y oportunidad para activarlos.

En momentos de presión, buscamos alivio en lo establecido y nos refugiamos en lo de siempre. Pareciera que psico-biológicamente existe un mandato de minimizar la energía adaptativa y aferrarnos a lo que ya tenemos; a no arriesgar y a no enfrentarnos a la ansiedad que un nuevo emprendimiento conlleva.

Hay inercias constructivas que, si no se actualizan, eventualmente caerán en ensimismamiento y entropía; y has inercias destructivas, que van rápido hacia la extinción.

Por eso hay negocios tan buenos que pueden darse el lujo, por un tiempo, de ser manejados por directivos incompetentes y hay negocios tan malos que apenas y sobreviven gracias a buenos directivos.

Creemos que manejamos a la organización, cuando es la organización la que nos maneja. Los cambios propuestos son frecuentemente frustrados por una inercia implacable que se vierte en las sutilezas de las creencias y los hábitos cotidianos.

Creemos que nuestras decisiones son determinantes, cuando el impacto depende de una compleja amalgama de variables que suele hacer irrelevantes a las decisiones tomadas, como en la eterna brecha entre la estrategia que se articula y la que se acaba implementando.

El drama de gestión, tanto en las organizaciones como en lo individual, se puede resumir en dos: 1. Cambiar y evolucionar con los tiempos y el entorno, moviéndose con las oportunidades y 2. No cambiar y repetirse hasta la náusea, anclándose en la fijación funcional rumbo a la entropía.

Y si finalmente tenemos la lucidez, la humildad y la persistencia para cambiar, aparece un reto adicional: cambiar siempre genera problemas nuevos. Y cuando aparecen, las organizaciones y/o las personas se asustan, se desbalancean, incluso se apanican, y se regresan a lo mismo de siempre.

Pareciera entonces que la señal de avance y evolución es preguntarse si estamos teniendo problemas nuevos, pero no referidos al entorno, sino por el hecho mismo de cambiar sistémicamente desde adentro para enfrentarlos en un ánimo de oportunidad.

Todo cambia, siempre. Si nosotros no lo hacemos, nos iremos diluyendo hacia la irrelevancia y el anacronismo.


Texto generado sin IA

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